"The Two Popes": Renovar la Fe
- Adrián Huamán Araujo
- 14 ene 2020
- 4 Min. de lectura
Nota del autor: El siguiente texto habla de Joseph Ratzinger (Benedicto XVI) y Jorge Bergoglio (Francisco I) no como figuras históricas (no he hecho la investigación respectiva), sino como los personajes interpretados por Anthony Hopkins y Jonathan Pryce, respectivamente.

Hablar de fe y sus avatares suele ser un tabú. Más aún cuando vives en uno de esos países laicos en los que los juramentos de cargos políticos aún se hacen ante un crucifijo y con biblia en la mano. Más aún cuando hoy más que nunca somos testigos de los errores fatales de la humana institución de la Iglesia Católica, y muchos se niegan todavía a ver que, más allá de sus labores espirituales, también se trata de un órgano político poderosísimo. Desde el punto de vista del Vaticano (y de hecho, de cualquier institución que tenga una vida de alrededor dos milenios), va a ser difícil evadir un dilema que nunca se desvanecerá del todo: ¿debería transformarse la naturaleza tradicional de la institución a medida que el mundo mismo se transforma? ¿O debería seguirse un solo dogma indiscutible, inefable, que sea defendido y reine por los siglos de los siglos amén?
A primera vista, con su magnífica reconstrucción en estudio de la Capilla Sixtina, “The Two Popes” podría pasar como una película que se pondría en señal abierta un día cualquiera de Semana Santa: dos viejos hombres de fe, con puntos de vista opuestos, hacen el esfuerzo por entenderse el uno al otro y renovar promesas para millones de fieles católicos. Pero, a pesar de los tibios minutos finales, Fernando Meirelles es todo menos un director de dramones eclesiásticos: él tiene muy claras sus perspectivas sobre el mundo. Tal vez no te suene el nombre, pero este hombre es la mano detrás de la famosísima “Ciudad de Dios”, un crudo relato de la vida juvenil en una favela brasilera, y la sorprendente “El Jardinero Fiel”, la historia de un diplomático que investiga el asesinato de su esposa, quien ha estado investigando los daños colaterales de las pruebas de grandes farmacéuticas en poblaciones africanas marginales. Este es un director profundamente comprometido con mostrar al mundo con una mirada curiosa, multilingüe, cámara rara vez estática, montaje dinámico, y dispuesto a denunciar a dónde nos puede llevar la ambición desmedida o la ignorancia selectiva de nuestra especie.

“The Two Popes” no se aleja de esa visión: termina siendo un comentario contra las dictaduras (“nos quitan nuestro poder de elegir o muestran nuestras debilidades”), la obsesión por levantar muros entre nosotros (“¿Jesús lo hizo?”) y la tiranía de estructuras económicas que ya no hallan provecho en darle valor a la vida espiritual de las personas: el nuevo becerro de oro es el dinero. Además, sus dos personajes centrales nos presentan un duelo de ideas (y actuaciones). El Benedicto XVI de Anthony Hopkins encarna la continuación de los tradicionalismos impuestos por Juan Pablo II, ideas firmes y cerradas con respecto a (mira, algunos temas del momento) la comunidad LTBI+, el aborto y el control anticonceptivo. Es palpable en un Papa que defiende el uso del latín (aunque buena parte de sus fieles no lo entiendan) y exige que los rangos de la Iglesia se manifiesten incluso en la riqueza del atuendo o los zapatos. Además, desprecia la cultura popular. En contraste, el Francisco I de Jonathan Pryce es la clase de hombre que vive y viste con humildad, baila tango, ama el fútbol y silba sin roche “Dancing Queen”, entiende que nada en el mundo es estático, que la religión no debería buscar premiar a quienes cumplen todas las reglas, sino acoger a los pecadores y marginados, a quienes (a diferencia de Benedicto) sí tienen el atrevimiento de salir y vivir (“el pecado es una herida, no una mancha”). En un momento memorable, Bergoglio menciona que lo único que hace para ser tan popular es ser él mismo, a lo que Ratzinger responde que le pasa exactamente lo contrario cuando se presenta con honestidad.

Si bien es cierto hay mucha carnecita desperdiciada en esta historia (¿por qué no explorar un poquito más los escándalos del Banco Vaticano y los casos de pederastia que provocarían la renuncia de Benedicto XVI?), Meirelles triunfa en mostrarnos que las ideas tras ambos hombres no son gratuitas: hay una historia personal que los ha ido moldeando, con énfasis particular en la vida argentina de Francisco I. No se trató de un intelectual, sino de un hombre empleado en un laboratorio científico donde pudo aprender que siempre se debe volver a probar y, sobre todo, vivir con los hechos. Un hombre que aprendió de la peor forma las nefastas consecuencias que puede traer quedarse callado o inmóvil ante la injusticia y la violencia (“seguir los pasos de Cristo, aunque lleven al paredón de fusilamiento”). Alguien que nos recuerda que casi siempre no es que “cedamos”, sino que, como cualquier ser humano, cambiamos y empezamos a descubrir caos en la belleza. Y por saber asumir estos cambios de perspectiva resulta ser el más idóneo para liderar una Iglesia en crisis: porque aprendió a liderar no desde la fuerza o el intelecto, sino demostrando con su vida que el cambio puede ser genuino y constructivo.
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