#Crónica: Lo Verán Volver Sobre una Pirámide de Cera
- Adrián Huamán Araujo
- 10 abr 2020
- 11 Min. de lectura
Actualizado: 12 abr 2020
Ya se acerca el fin de todas las cosas. Así que, para orar bien, manténganse sobrios y con la mente despejada. 1 Pedro 4:7
Cuatro de la mañana y el cielo sigue a oscuras. Desde el castillo, una cascada de luz se derrama sobre la vereda e ilumina a la multitud en espera, rostros de frío en la Plaza de Armas. Minutos después, emerge un nuevo apu por los portones de la Catedral: iluminada por blanco fluorescente y amarillo de vela, la gigantesca montaña de doce andenes (uno por cada discípulo del resucitado) lucha por no estancarse entre los muros de piedra rojiza. Sostienen el anda de cera algunos cientos de hombros, ansiosos hace horas por expiar las culpas del borracho: algunos se aferran mareados para que no los saquen, pero hay quienes sí presionan músculo para no sucumbir bajo las 7 toneladas de procesión. Hay gritos, sísepuedes a coro, una voz motivadora de locutor que sale por altavoz. Los fieles dejan sus pisadas sobre las cenizas, las botellas vacías y la basura de la calle, mientras los cornos de la banda vuelven a explotar como lo han hecho toda la semana, en estertores de elefante: solemnes, aún lastimeros, compañeros de esta multitud que se mueve con paso lento de pingüino y el alma exaltada: Cristo ha resucitado en Ayacucho y avanza desde lo alto, con el Inti detrás, mientras despierta las luces del día con la fe de todos los presentes.

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Ubicada a 2761 metros sobre el mar, a la ciudad de Huamanga la reconocen más por ese otro nombre que se traduce del quechua como “Rincón de Muertos”. Un título macabro que vincula a Ayacucho solo con la sangre que la ha manchado, en la batalla de 1824 que selló nuestra independencia o el conflicto armado contra Sendero Luminoso, con las más de 26 mil víctimas que hicieron del departamento el más golpeado. Como si la vida no hubiera existido en Piquimachay, una cueva a 19 kilómetros de la ciudad, donde se halló herramientas líticas y artefactos de hueso que datan de hace al menos 12 mil años. Como si entre los años 500 y 900, la cultura Wari no hubiera empoderado su cultura en su gran ciudad de piedra, sostenida por ganadería y agricultura. Pero las historias (y las heridas) recientes son las más difíciles de pasar por alto, sobre todo cuando resuena el comentario común (y a veces ya ligero) de que cada familia ayacuchana tiene su muerto o su desaparecido.
En una ciudad tan cercana al dolor y la muerte, la presencia de fe no sorprende: es un factor crucial de la vida. Una fe instaurada con pólvora sobre las luces del Sol y la Luna, que construyó encima 33 iglesias, una por cada año de ese Hijo de Dios que caminó entre nosotros. Una fe que mueve a su gente a celebrar la Pascua de Resurrección católica como ningún otro lugar en Perú: con procesiones diarias que empiezan una semana antes. Pero el inicio oficial de la Semana Santa es el Domingo de Ramos: una imagen de Jesús recorre las calles a lomo de burro, mientras incontables palmas tejidas a mano lo reciben emocionadas. El lunes le toca dar una vuelta al Señor del Huerto, un Jesús rodeado de verde clamando al cielo con las manos, preparado por la Facultad de Agronomía de la Universidad San Cristóbal de Huamanga. El martes la procesión la prepara (qué curioso) el Ministerio Público: se encargan de la salida de un Cristo amarrado, coronado de espinas: el Señor de la Sentencia. Las procesiones llenas de rostros a todas luces locales. No es hasta el miércoles por la tarde, horas antes de la múltiple procesión del Encuentro (sale el Nazareno cargado de su cruz al encuentro de su Madre Dolorosa, mientras interactúan también la Verónica que limpió la sangre y Juan, el discípulo amado), que se empiezan a ver algunos cambios demográficos alrededor del centro de la ciudad.

Asoman por vez primera rostros foráneos y cuerpos vestidos con ropa foránea. O una cámara Canon delatora en el pecho. O lentes de sol pasadas las ocho de la noche. O un polo rojo con estampado y una frase alusiva al Pascua Toro del sábado, donde soltarán uno de estos animales por las calles del centro. Y como hay tanta gente nueva a quien sorprender con mercadería, las calles empiezan a llenarse de voces que llegan con un trozo de tela, ocupan su espacio entre la calzada y la vereda, y empiezan su negocio del año. Hay quienes no la pasan tan bien (un hombre con sombrero de paño sostiene llaveros y manualidades a base de coloridas bolitas de lana, saca sus cuentas a lapicero sobre un cuadernito) y quienes parecen sufrirla menos (una chica sin dejo andino, que lo interrumpe y le pide cambio de cincuenta para dar vuelto por uno de los polos rojos). Pero hay otras maneras de subsistir y, a punta de la piedad de turistas y residentes, exaltada por las fechas, la cantidad de mendigos parece doblarse de un día para otro: un hombre contorsionado en el suelo con la cabeza gacha, una mujer muy flaquita que sopla hacia el tubo de un pianito sobre su silla de ruedas, una pareja cuyo varón está durmiendo y cuya mujer de mirada blanca y muerta sostiene los ojos de algún ser invisible que no llena su taza de monedas.
Por momentos, Ayacucho parece detenida en un tiempo indeciso. No hay malls porque las personas no lo han querido, pero pululan todo tipo de smartphones ansiosos de capturar las alfombras de aserrín que aguardan ser pisadas. Smartphones usados también para conversar sobre una banca, en un quechua que me avergüenza no saber entender. Es de noche y, a un lado de la Plaza, media docena de jóvenes empieza a hacer freestyle con su cuerpo, giran sus cabezas, saltan y dan vueltas en el aire a ritmo de hip hop, justo después que uno demostrara ante la audiencia emocionada su destreza al ritmo de un baile de tijeras, justo antes de ser dispersados por un par de policías que, de hecho, nunca hacen nada para impedir la libre rotación de alcohol en el centro histórico. Situación que, a palabras huamanguinas, no fue agravada por los turistas extranjeros que hace décadas ya venían, ansiosos de conocer la cultura y costumbres de este valle, sino por limeños con ganas de irse a la mierda el fin de semana largo, que llegan en grupos con nombres a lo “Caravana Ayachupo”. Y es que, desde este día de Encuentro hasta el Domingo de Pascua, pasando por la visita de iglesias del Jueves y la procesión del sepulcro el Viernes, el Rincón de Muertos (con sus poco más de 180 mil habitantes) recibe al mundo y se convierte en una ciudad de sincretismo.

A lo largo de los días, la Plaza de Armas se llena de esa fusión no solo cultural, sino también musical. Particularmente el sábado por la noche, esperando la resurrección. No bastaron las trompetas a la melodía “De Música Ligera” o el hombre de chaleco que toca “Despacito” en una quena a cambio de monedas. Junto a la pileta, un gran tumulto zapatea, da vueltas y canta unos carnavales cuyo bombo resuena como un latido: dos golpes, diástole y sístole una y otra vez. La banca más apagada es una en la que suena salsa desde un altavoz portátil: tres chicos, dos chicas, todos de negro, lata de chela en mano y mirada inestable. A un costado, un hombre de rastas tiene su propio altavoz y el reggae que pone engancha un rato más al caminante que se quedó viendo sus pulseras artesanales. Más allá, más personas perreando o moviendo la cabeza al ritmo de una hipnosis electrónica. Una de ellas es un hombre de barba y pelo largo que sostiene una Tres Cruces en las manos y sonríe de vez en cuando, oculto siempre bajo sus lentes de sol. Está metido en uno de los jardines del parque, saltada la reja. Y, como un Jesús que ha consumido sustancias antes de volver de la muerte, ahora busca las muchedumbres acumuladas, pasos más allá, a la entrada de las discotecas. “Alan García y su compañía” es el verso que más corean los presentes cuando suenan Los Nosequién y los Nosecuántos por el balcón de una esquina, acaso como burla final al extraño ser de litio, ex-presidente por partida doble (o por amnesia, no queda claro) que acababa de suicidarse tres días antes, incapaz de aceptar que la Fiscalía tocaba su puerta para ponerlo en prisión preventiva.

Sin embargo, ignorar toda coyuntura política, no solo se inventó la distracción religiosa, sino también la alcohólica. Y aquí, en mitad de la fe, el sincretismo y la emoción, importa que haya alcohol para todos, pero no que hayan dos millones de peruanos adictos a él. Las mujeres que venden caliche (o “calientito” de cariño) abundan alrededor del centro. Los precios siempre varían. Las tres señoras que apilan gente a un costado del templo de San Agustín (1637, aquí Piérola renunció a la presidencia en las fiestas patrias de 1881, en plena guerra con Chile) te cobran entre 14 y 16 soles por una botella que frente al templo de Santo Domingo (1548, “construido” por un Fray Jerónimo de Villanueva, aunque fácil no movió ni una piedra) costaría solo 7. Es ahí donde una mujer con dejo más selvático que andino destapa una olla de metal, de la cual escapa el vapor de su receta aún caliente. “Té, miel, naranja, canela y clavo. Ya tú decides qué trago le quieres poner a mi sazón. Ron hay, pisco también, cañazo.” En una botella de plástico, sirve sobre su mesa y combina. No pasan muchos segundos para que se haga el intercambio de dinero (unidad base de esta Semana Santa) y un par de litros de caliche se dirijan de vuelta a alguna de las bancas del, ya bautizado por la juventud huamanguina, Parque de las Aguas (“porque aguas van, aguas vienen”). Tiene lógica usar el caliche para calentar un poco el cuerpo de madrugada, para que la vigilia por Cristo no se haga tan larga. Pero ahora, de pronto, se pasean alrededor varios hombres con un cooler bajo el brazo, ofreciendo a gritos cervezas heladitas; varias mujeres con una mochila colgada hacia adelante y las palmas colmadas de latas, misma oferta. Horas más tarde, plan medianoche, un señor con gorra levanta un pedazo de cartulina sobre su cabeza, un nuevo participante en la competencia por estimular el hígado: licor de caña a solo cinco soles la botella. Y unas cuadras más allá, en competencia por estimular la caridad, un hombre que también arrastra su cartulina sobre una pierna izquierda que tiembla y una derecha más corta, ansiosa en su búsqueda de equilibrio y suelo para pisar: “Soy de Ica, Pisco, pido una colaboración para mis zapatos ortopédicos”, se lee en mayúsculas oscuras.
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Luigi Vidalón está de pie con el cabello desarreglado y una bufanda en el borde de la Plaza. Ha estado bebiendo y bailando desde la tarde del sábado, pero ha llegado a las cuatro en punto para acompañar la vuelta del anda del Señor de Pascua: él es de los que no han regresado solo por la juerga. Es huamanguino pero vive fuera desde que cumplió mayoría de edad. Cada año, sin embargo, decide regresar por estas fechas. “Cada Domingo de Resurrección se renueva mi fe católica. Es imposible no sentir el fervor de las personas. El solo ver la magnitud del anda te hace creer todavía. No solo escuchas el canto de los fieles o las devotas, sino también la fuerza de esta gente que carga porque así pueden ser perdonados. A veces tienes que cargar el anda para que sientas qué tan pesado es tu pecado.” Esto último, me dice, es una frase común en Semana Santa, en un lugar donde la mayordomía de algunas procesiones se escoge con años (si no décadas) de anticipación y tiene un peso crucial en la vida de los creyentes. “Desde que se casó, mi prima Noely había sido incapaz de concebir por buen tiempo. Ocho años atrás, le prometió al Jesús Nazareno que, si quedaba embarazada, se encargaría de su mayordomía en el año 2020. El miércoles, después de la procesión del Encuentro, se le otorgó el cargo del año”. La mayordomía. Ocupada por una persona con mucho dinero, uno supone, por la cantidad de inversión que una sola anda debe significar. Alguien capaz de evocar liquidez desde un caballo de paso o una banda conmemorativa. Sobre todo, si eres mayordomo de la procesión del domingo en la madrugada.

“El mayordomo de la Pascua de este año se llama Milton Quispe”, dice el señor Benjamín Hurtado Rivera, uno de los diez hijos de la tercera generación de la familia Hurtado, quienes trabajan desde hace 52 años decorando con cera andas religiosas en todo el Perú, “y para el otro año ya escogieron al alcalde, Yuri Gutiérrez, para que se encargue. Tranquilamente en sus deberes se le puede ir al menos medio millón”. Porque no es solamente pagar por el anda y el motor para que las fluorescentes sigan vivas a lo largo del trayecto. El señor Benjamín cuenta, con todas las líneas de su rostro apuntando hacia abajo, cómo el mayordomo se encarga de convocar personas a lo largo del año, hacer que vuelva a funcionar el ayni como en los tiempos de los incas: el día de Pedro y Pablo, se anota quiénes van a colaborar con qué en las futuras celebraciones de la Pascua y se les recuerda a lo largo de noviembre, durante el yuyachikuy, el “hacerte recordar” del ofrecimiento con una botella de vino y unos cuantos panes dulces en forma de guagüita. “Pero cuando llega la celebración, el mayordomo solo nos entrega la imagen. Los demás detalles y sus cambios son ya nuestro trabajo”. Para este domingo de Pascua, los Hurtado encargaron 3 toneladas a su “caserito” limeño, quien importa parafina en costales desde Japón: sobre mi mano, un trozo sucio de plástico transparente que es hervido y dado vueltas hasta ser blanco y meloso. “Esta cera viene por gramos y hay calidades. De esta, cada tonelada pesa ocho mil soles. La inversión es fuerte porque tiene que ser completamente blanca, cenepa le llamamos. Otras cuestan seis mil, pero se vuelven ceras muy amarillentas”. Y el color tiene un motivo importante.

A pesar de todo golpe del dinero y la pose y la foto frente al anda y la juerga desenfrenada, algo de fe honesta continúa reverberando sobre la multitud. No por nada una treintena de personas se han tomado la molestia de armar, de miércoles a sábado, un armatoste de madera que han ido llenando con figuras de cera en el atrio de la Catedral. A lo largo de los días, se empieza a poblar de 17 mil cera huaytas (o flores de cera), las cuales sostienen en su centro un diseño recortado en papel plateado, sujeta con una espina de cactus san pedro (don Hurtado sube al cerro y hace pago a la tierra para poder arrancar estas agujas). Estas flores están aquí, me dice, porque no importa tu condición social o el dinero que tengas, cualquier fiel es capaz de ofrecer unas flores en ofrenda a su Señor. Mientras tanto, los andenes no son sembrados con tubérculos, sino con 3 mil velas representando a los fieles y más o menos el mismo número de choclos blancos (o “saramama”, como les dice don Hurtado, símbolos de esa abundancia vegetal que daba de comer a todos). En cada piso del anda, cuatro cascos sostienen las aristas del cuadrilátero: 48 estructuras de maguey que se yerguen orgullosas haciéndole marco a cada foco de luz que hay que amarrar. Este año han agregado 48 palomas y filas completas de querubines a lo largo de cada piso, como en su momento decidieron agregar ocho pisos al anda inicial de cuatro. Como cuando, en 1995, finalizado el conflicto interno, la cerería decidió dejar de decorar con bolas de colores el anda de la resurrección: ahora el blanco sería suficiente y haría de recordatorio por una paz que no se quiere volver a perder.

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60 mil soles de inversión para enaltecer a un hombre de yeso que revela su costado sangrante y regresa glorioso de la muerte. Y la mañana del domingo, mientras tomo algunas fotos y escucho los gimoteos de elefante y el rumor de las personas, me encuentro con que tiemblo ligeramente y mis ojos se empiezan a llenar de lágrimas. De pronto, soy una boca abierta más (o acaso un corazón) ante esta mole de fe y parafina que se eleva por encima de los edificios alrededor de la Plaza. En cada esquina, explota un nuevo conjunto de cohetes, bombardas y luces. Cuando Cristo se detiene finalmente, elevado en el frontis de la Catedral, Monseñor Piñeiros empieza la ceremonia. Luigi dice que existen misas muy especiales, como esta, en los que se da algo llamado “indulgencia plenaria”. En estos casos, el arzobispo es capaz de otorgar perdón por los pecados del año a toda aquella persona que se quede parada durante las dos horas de misa en quechua. Es entonces, bajo las primeras luces del día y un altavoz (grita ¡Semana Santa!: la muchedumbre responde ¡Es Jesús!; ¡Ayacucho!: ¡Vive su fe!), que empiezo a alejarme del atrio, como se ha empezado a alejar un buen grupo de curiosos sin ganas de liturgia. A medida que me muevo entre los congregados, resuena otro clamor que todos repiten: “¡Cristo vive, ha resucitado! ¡Kausachun, Cristo Resucitado!” Más tarde, sentado ante un caldo levantamuertos de mercado y seguro de que mis pecados no podrían expiarse con una misa en runa simi, suspiro con alivio después de pensarlo un segundo y recordar a los apristas culpando a la prensa del suicidio: al menos no fue Alan el que resucitó y fue paseado en hombros fanáticos esta madrugada.

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