"Retablo": Identidad Masculina en los Andes
- Adrián Huamán Araujo
- 22 sept 2019
- 3 Min. de lectura
Actualizado: 25 sept 2019
La competencia está dura y, a estas alturas, llegar a los Oscar otra vez puede sonar una locura. Corea del Sur tiene una nominación prácticamente asegurada con “Parasite”, Francia y países como España envían a competir a su Almodóvar más famoso con “Dolor y Gloria”. En nuestro país, la seleccionada llegó a salas hace unas semanas, pero se ha ido reprogramando por la gran acogida (las funciones más cercanas están en el Centro Cultural de la PUPC hasta este miércoles). Notorio que una película peruana obtenga esa recepción, pero quizás no tan sorprendente cuando nos sumergimos en el cuidado universo de Retablo y descubrimos todo lo que tiene que decir sobre la identidad masculina de nuestro país.

Noé es un artista, un maestro del retablo capaz de subsistir con su trabajo en un pueblo andino que lo aprecia, que admira cómo sus manos le dan forma y vida a cada historia de pueblo contada en sus retablos. Segundo, su hijo y protagonista de la historia, es su aprendiz y un muchacho que, sin lugar a dudas, lo admira y quiere seguir sus pasos. Ambos son el vínculo afectivo más importante en sus respectivas vidas. Padre e hijo, aprendiz y maestro, la primera parte de la película te entibia mientras observas andar esta relación de amor y confianza en el arte, una cercanía poco vista en la ficción nacional (y en la realidad del abandono y el rencor). Pero "Retablo" no es solo una película sobre el amor filial o la idea de lo que “debería” ser una familia en el mundo andino (similar a decir "mamá + papá + hijitos = única familia natural", algún guiño en dirección de arte hay sobre esto). Es también una historia sobre cómo se forman las nociones de masculinidad para muchos jóvenes en este ecosistema en el que cierto tipo de violencia es parte del día a día.

Cuando era adolescente y crecía en Cajamarca, la sociedad tenía puntos de vista, valores y problemáticas más cercanos al de un pueblo andino que al de una ciudad occidental. Acaso por esto no siempre me era fácil conectar con amigos hombres: me costaba tener interés en solucionar los problemas a golpes o en pasarme las tardes comprobando cuánto alcohol podía beber, o en (cosa rara para muchos) acercarme a las chicas solo por conversar, no para gilear o meter mano de frente. Todas estas imágenes vinieron de golpe a mi mente porque, en mitad de la crisis que atraviesa Segundo, su mundo (donde, por ejemplo, la violencia coercitiva se ejercita en público o los hombres solucionan sus líos a latigazos, para hacerse duros) parece ofrecerle solo esos caminos como las únicas maneras de validarse como hombre en esta sociedad, como un hombre de verdad: que se mecha por todo, que bebe por todo y quiere ser pendejo con todas. Y un hombre de verdad, por supuesto, no es homosexual, por más artista que sea. Eso es sucio, indigno. Eso se castiga peor que el abuso doméstico. Eso merece una paliza y después la indiferencia total. Puedes joder de "cabro de mierda" a quien quieras porque no existe un insulto más denigrante. Y es probable que te tengan que aguantar, hasta que un día el “cabro de mierda” se canse, se ponga de pie y te rompa la nariz a puñetazos.

"¿Qué une a las personas? Las historias. Nada en el mundo es más fuerte que una buena historia. Ningún enemigo puede derrotarla." Estas palabras de Tyrion Lannister fueron mi momento favorito del último capítulo de la infame temporada final de Game of Thrones. Y creo que, en algunos casos, una historia como esta es capaz de conectar emocionalmente con el espectador mientras revela capas de la sociedad en las dinámicas sociales del Ande. Jamás lo hace de manera directa o panfletaria, consciente de que contar una ficción es también construir un universo verosímil, que haga eco real del contexto del que se inspira y dialogue efectivamente con el espectador, más allá de solo reventarle espectáculo en el rostro (aunque también haya espectáculo, y muy bien coreografiado, en esta película).
De seguir difundiéndose, podría ser un artefacto que logre que alguna persona en cerrazón se detenga un momento a pensar: cuánto se logra realmente con evadir los tabúes, cuánto con marginar al hombre que no cumple con las expectativas sociales, qué comportamientos nocivos podrían seguirse transmitiendo en sociedad como si no tuvieran importancia. O acaso no vale más esa última imagen, del retablo del padre y su hijo trabajando juntos, que todos los prejuicios que condenaron a esta familia. Este "Retablo" cierra como un agradecimiento agridulce, el tributo de un joven a un modelo a seguir que, como cualquier humano, no fue perfecto; pero cuyo amor por su hijo jamás estuvo en tela de juicio.
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