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Oscar 2018: Moonlight Outside Ebbing, Missouri

  • Adrián Huamán Araujo
  • 28 ago 2019
  • 3 Min. de lectura

Actualizado: 2 sept 2019


No es desquiciado asumir que, en pleno siglo XXI, somos más propensos que nunca a sentir ira. No solo tiene que ver, creo, con que sea más fácil enterarse de las noticias indignantes, de las injusticias, de los problemas de hace siglos que nunca terminamos de resolver: otro factor importante es el creciente sentido de individualidad caprichosa, esa necesidad de que todo sea y se haga tal y como lo queremos, porque así nos están mal acostumbrando las redes y sus algoritmos: nos dan solamente lo que queremos (y no nos molesta).


Por esto, creo que “Three Billboards Outside Ebbing, Missouri” hubiera sido un mejor ganador a Mejor Película en la 90 edición de los premios Óscar. Todo excelente con la chambaza que significó “The Shape of Water”, gran arte, grandes luces, gran Sally Hawkins; pero no me dijo nada más allá del discurso de moda de los últimos años (aunque no sea que esté mal): “las minorías también son importantes, el monstruo siempre es el humano, el amor no tiene forma”.


Si algo tiene “Three Billboards” que, en mi opinión, la hace más retadora que “The Shape of Water”, son matices inesperados en los personajes principales, un guion lleno de subtextos muy controversiales y la conclusión sosegada a la que llega. Martin McDonagh (el director y guionista) parece esquivar darle al espectador lo que espera. Mildred Hayes puede ser una mujer con una causa muy justa por la cual lucha (directamente relacionada a los movimientos feministas), pero su rabia la lleva a cometer excesos, ser incapaz de compadecerse e, incluso, hacer daño a personas que le muestran genuino cariño e interés. El jefe Willoughby, por ser el antagonista, debería ser un policía inepto y desagradable; sin embargo, es un hombre de familia, responsable, respetuoso y (esto es lo más importante) alguien que ha aprendido a tener fe en las personas a su alrededor, por más erráticas que puedan parecer. El oficial Dixon, finalmente, es tal vez la creación más peculiar del trío: sí, es un hombre racista y violento, pero descubres que debajo de sus desorientadas acciones no hay más que un hombre infantil, hijito de una mamá que nunca podría tomarlo en serio, alguien inseguro y (esto es lo más sorprendente) capaz de intentar un cambio en su proceder.

El guion está lleno de fuego (literal). En monólogos y en acciones, Mildred hace tropezar los alicientes a su rabia que le daría la religión (bota de su casa a un cura que le dice que "si no hubiera dejado de ir a la iglesia, entendería mejor la profundidad del sentir humano”), el sentimentalismo (Willoughby confesándole que tiene cáncer para hacer que ella quite los anuncios), la presión de los otros ciudadanos de Ebbing (qué metiches las personas en un pueblo chico) e incluso el sensacionalismo de los medios (la reportera narrando lo ocurrido después del incendio). Y, a pesar de todo esto (en buena parte por el cariño y la fe que tiene Willoughby en Mildred y Dixon, grandes cartas), la película cierra con una idea que me parece más emocionante que ver una vez más “cómo el amor triunfa”: la duda de, tal vez, no estar haciendo lo correcto, la posibilidad de que el camino que hemos tomado siempre (la ira, la discriminación, el miedo, la violencia, la impasividad) sea reconsiderado “a lo largo del camino”. Este mensaje, en un mundo en el que seguimos matándonos los unos a los otros por rencor injustificado o porque nuestros dioses se llaman diferente, me parece mucho más revolucionario que llorar con amor interespecies.


Tal vez era pedir demasiado que una comedia tan cruel (¿pero es solo eso?) ganara un Óscar a Mejor Película (los Globos y los SAG nos engañaron, oh no): demasiada violencia, demasiadas frases agudas (“Ya no se puede confiar en los abogados ni en la publicidad, qué será de nosotros ahora”), demasiados matices cuando esperamos personajes esquematizados. Tal vez hayan demasiados espectadores como la novia de diecinueve años, con la mente en blanco, repitiendo sin mayor motivación que “la ira solo genera más ira” en vacío, solo porque lo leyó en un marcador de lectura.

Es más bonito ver un cuento de hadas en vez de una mujer emocionalmente desmoronada diciendo que “tal vez Dios no existe, el mundo está vacío y no importa lo que hacemos los unos con los otros”. Pero más bonito que ver el cuento, es oír la frase con la que Mildred cierra la posibilidad anterior: “Tengo la esperanza (de que no sea así)”.


Que nos perdonemos todos con un jugo de naranja.


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