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"Los Inocentes": Crecer entre Violencia

  • Adrián Huamán Araujo
  • 6 sept 2019
  • 3 Min. de lectura

1961: en una ciudad (o un país, un mundo) en que los hombres adultos no se hacen cargo de lo que engendran, en que las calles están llenas de vicio potencial, un hombre observador llamado Oswaldo Reynoso decidió contar, en su primer libro de cuentos, las historias de los hijos de las quintas, de una inocente collera de barrio que suele ser mirada con desprecio. Incluso hoy, en 2019, en el reestreno de esta adaptación teatral por el Festival Sala de Parto, ese desprecio (o, al menos, incomprensión) se oye en algunas reacciones de un público que, probablemente, nunca ha estado en contacto con uno de estos chibolos callejeros.


Oswaldo Reynoso decidió retratar las realidades callejeras de Lima.

Es que estos cinco personajes de no más de 17 años (Cara de Ángel, el Príncipe, Colorete, Carambola y el Rosquita, todos interpretados con verdad y mucho juego) son desvergonzados, rebeldes, juegan al billar, caminan con las manos en los bolsillos, se retan a corrérsela, roban una moto para repartirse la plata, beben cerveza a montones en el bar y (aquí es donde sonaron más ags) se masturban en escena, confrontacionales. Pero también son huérfanos, hijos olvidados por sus padres, rechazados por las “gilas”, temerosos de no ser lo suficientemente valientes, ansiosos por volverse hombres y volverse adultos en una Lima cargada de violencia, desenfreno, desinteresada en ellos y sus dilemas morales, sexuales. La ciudad te trastoca y te debes adaptar para sobrevivir.


Hace casi dos años, Sammy Zamalloa decidió adaptar el libro de cuentos “Los Inocentes” a una obra de teatro. Decidió convocar actores y ensayar. Decidió no tocar los textos originales, pero darles corporalidad, darles terreno en lo escénico, y ha logrado una adaptación que no solo honra el trabajo de uno de nuestros autores más menospreciados (su rostro nos observa desde una foto colgada en el bar del barrio) sino que confronta al público tanto como el texto original. Sobre el escenario, vemos volar el pan de Cara de Ángel en pedazos, escupitajos imparables de cerveza sobre el Príncipe, los consejos de un feminicida a Carambola, la confusión sexual de Colorete y la carta falsa de la madre del Rosquita en letras enormes sobre una pizarra: “tiene veinte años, por lo que está permitido de hacer cosas de hombres”. Una confrontación menos densa: el alivio cómico que trae un oficial de policía con cabeza de muñeco, irreverente en su ineptitud, tan risible como pendejo.


Primer afiche de la obra, estrenada en 2018.

Entre el rocanrol y los boleros, entre la arrechura incontenida de la adolescencia, mantener el texto también ha permitido que las escenas nunca caigan en un espíritu discursivo o panfletario: la idea es empatizar, intentar entender una realidad que no ha sido tan privilegiada con toda la ciudad. Pero también cuestionar algunos comportamientos masculinos que han moldeado generaciones, que sostienen que hay cosas obvias que un hombre debe hacer para serlo (pendejear, beber como romano, mecharse a la primera oportunidad) y que acaso ha sobrevivido con brío hasta después de sesenta años (toda mi primaria vi cómo los yán-quén-pós siempre terminaban con un brazo enrojecido por golpes soltados a dedo).


No sabemos si “Los Inocentes” regresarán pronto, pero valdría la pena. Cabe la posibilidad de una reacción final: darse cuenta que, en nuestros nuevos mundos llenos de tecnología, redes sociales y memes, tal vez nos parecemos a esta collera más de lo que creemos: “a pesar de tus gracias, de tu risa y palomillada eres triste porque comprendes que un muchacho como tú puede perderse”. Pero Zamalloa tuvo la gran decisión de cerrar esta obra de la misma forma en que Reynoso cierra la historia del Rosquita: recordándonos que toda Lima es un campo minado de tentación (sobre todo de dinero), pero que nos queda aferrarnos a reconocer nuestra propia bondad y guardar la esperanza de conocer otro corazón a la altura de nuestra inocencia.



 
 
 

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